Los cambios del jesuita argentino están suponiendo un revulsivo dentro de la Iglesia Católica
Es el Papa número 266 que se sienta en la silla de San Pedro, pero es el primer no europeo en hacerlo. Desde el inicio su actitud renovadora se fue visibilizando en gestos y lenguaje de proximidad a sus bases, al «Pueblo de Dios», así como a la sociedad en general. Al mismo tiempo mostró distancia con la endogamia institucional propia de la jerarquía eclesiástica.
Después de cuatro años si bien las finanzas del Vaticano siguen siendo tan opacas somo siempre, como consecuencia de sus medidas de austeridad el déficit fue reducido a la mitad.
Su actitud aperturista en materia de moral sexual no dejó indiferentes a los sectores más conservadores, que lo cuestionaron abiertamente. «Si una persona es gay, busca al Señor y tiene buena voluntad, ¿quién soy yo para juzgarla?» llegaría a afirmar públicamente el Papa para escándalo de muchos. El cardenal norteamericano Raymond Burke, de orientación derechista, denunciaría que el Vaticano estaba controlado por «una agenda gay».
A finales de 2016 anunció que los sacerdotes podrían absolver del pecado del aborto de manera indefinida.
También se está desarrollándose un proceso de debate sobre el papel de las mujeres en la Iglesia, estudiándose la posibilidad de que puedan llegar al rango de diacona.
Recientemente la Congregación para la Doctrina de la Fe, institución encargada de fijar la ortodoxia teológica, vetó su decisión de crear un tribunal para recoger las denuncias de víctimas de abusos sexuales por parte del clero. Es la primera vez que se produce un veto a una decisión pontificia.
Aunque no dudó en ser firme respecto a la jerarquía en diferentes ocasiones como su discurso sobre las 15 enfermedades que arrastraba la Curia romana o la destitución del Gran Maestre de la Orden de Malta, no está siendo un Papa autoritario sino que está fomentando la participación de las bases.
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