Estos días apetece mucho ventilarse en la ventana, sobre todo si vives en pueblo y asomándote ves montaña y verde en todas partes, así que ayer estaba en plan lagartija, cuando vi pasar una versión apocalíptica de Lola camino del coche
Mascarilla casera de franela a cuadros, guantes de fregar y un chubasquero amarillo; no llevaba las madreñas, señal inequívoca de que bajaba al centro.
-Donde vas tan arreglada, Lola,no te veo tan puesta desde la boda de tu hijo- Lola me conoce y no me toma a mal las tonterías.
-Donde quieres que vaya, a la tienda. Me he quedado sin leche y sin patatas y me hace falta repollo para el pote y un par de lechugas.- para responder baja la mascarilla al cuello y quita los guantes para rebuscar el bolso en busca de las llaves. Una vez abre el coche vuelve a poner el guante fosforito, lo piensa un poco y deja el chubasquero en el asiento de atrás, se coloca los rizos, quita de nuevo el guante y saca una cajetilla de tabaco de la guantera.
-¡Qué carajo de lechugas vas a comprar! si te veo yo la huerta desde aquí y las tienes espigando -lo de la leche ya no lo discutimos, que yo estoy tirándola pero las vecinas no vienen a por ello a casa por si les pego el bicho.- y repollos, bien apuestos que los tienes… un poco secos, has de regar más.
-¿Qué dices? ¿estás loca? Siempre lo dije, que me querias mal y quieres verme muerta- arremanga la mascarilla por encima, ahora parece una diadema, se acaba el cigarro, pone el guante, rasca la oreja – O peor, con una multa. ¿no un sabes que mi huerta no es una explotación agraria reconocida y que no pago impuestos por ella? Está prohibidísimo, no es esencial, parece que no ves el telediario. Ya el otro día lo mismo, queriendo darme leche de tu vacas, a saber lo que me pegas.
-Pero me parece que la tienda a estas horas está cerrada…- trato de disimular el pasmo. Por detrás me dice mi hijo que tiene razón, por ley, no puede ir a la huerta.
– ¡Qué tienda ni que hostias! voy al Mercadona, que tienen de todo y me dan otros guantes a la entrada.- replica antes de subir al coche y quitar otra vuelta los guantes para guiar.
El Mercadona está a veinte kilómetros. La estoy imaginándo, en el parking recolocándose el equipo de astronauta folclórica, esperando con otras 50 personas en la hilera el racionamiento espacial -de espacio, a metro y medio- donde, según mi experiencia, siempre hay alguien que escupe, grita o parece que se ahogará; comprando lechugas iceberg plastificadas y patatas de Francia entre cientos de desconocidos que tosen, quitan, ponen, malmeten y mueven la mazcarina antes de palpar todos los repollos y dejarlos de nuevo en el sitio, pagando con calderilla a una cajera ojerosa que repite como un mantra aquello de «guarden la distancia de seguridad» y quitando los guantes para meter orgullosa la compra en maletero, antes de llevar a pelo el carro a su sitio y recoger la monedita de vuelta.
Mientras, yo miro por la ventana las lechugas espigando, las tomateras desmayadas de sed y unas berzas que piden a voces el compango que tengo en la fresquera y me decido: esta noche salgo a atracar su huerta.
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